Una hija de María debe huir del pecado
I. Hija mía, te he mostrado cuán amable es María y cuántos bienes debes esperar de ella si la amas como Madre. Ahora es necesario que tomes una firme resolución y estés dispuesta a hacer todo lo posible para agradar a la Reina del cielo. La primera cosa que debes hacer es huir cuidadosamente del pecado, especialmente del mortal, porque, por muy devota que seas con María, si no te abstienes del pecado mortal, no conseguirás ganar su amistad; además, te arriesgarás a atraer su indignación si confías en su protección para pecar con más audacia. En verdad, ¿cómo te atreverías a halagarme queriendo agradar a María mientras te lanzas en toda clase de disolución? ¿Podría una Madre tan noble reconocer como su hija a la desdichada que se ha hecho esclava de sus pasiones, y que se ha rebajado tanto, que se ha vuelto inferior a los irracionales? ¿Puede una Madre tan pura mirar con amor a quien se entierra, como un animal inmundo, en el lodo de la vileza? ¿Y cómo podría la Santísima Virgen tener complacencia en quien está muerta para la gracia, dormida en el sueño impuro de la iniquidad, hecha objeto de abominación para Dios y para sus ángeles?
II. Una hija que verdaderamente ama a su madre y desea ser tiernamente amada por ella, toma todo el cuidado de no darle motivo de disgusto. Pero con el pecado mortal, le das a María el mayor disgusto que le puedes dar, porque me ofendes a mí, a quien ella ama sobre todas las cosas. El amor que me tiene es la causa de que no pueda soportar que un Dios tan bueno y tan amado sea ofendido en la más pequeña cosa. ¿Y tú crees que puedes rebelarte contra mi ley, renunciar a mi amistad, preferirme una vil criatura, un placer torpe, hacerme, en una palabra, la mayor injuria posible, y a pesar de semejante proceder, pretender el amor y los favores de María? ¡Ah! Hija mía, sería una presunción muy loca esperar que María te mire con ojos de bondad mientras tú solo te dedicas a llenarla de amarguras.
III. No serías hija de María, sino un monstruo de crueldad e ingratitud, si me ofendieras mortalmente. En efecto, no ignoras que el pecado fue la funesta causa de mi pasión y muerte, y que todo hombre que peca mortalmente me crucifica de nuevo dentro de sí mismo, pues comete una falta cuya expiación me costó tantos sufrimientos, y me hace una ofensa incomparablemente más sensible que todas las amarguras que sufrí en la cruz. Serías, pues, un monstruo de ingratitud y crueldad para con María si, con el pecado, hicieras revivir la causa de mi muerte, que costó tantas lágrimas a tan buena Madre. Después de que María llevó al extremo su amor por ti al ofrecer mi vida en sacrificio a Dios por tus pecados, ¿tendrías corazón para profanar y pisotear mi precioso sangre? ¿Qué dirías si, mientras yo estaba tendido sin vida en los brazos de mi Madre, y ella contemplaba con indescriptible amargura mi rostro pálido y desfigurado, mis manos y pies traspasados, todo mi cuerpo horriblemente llagado, ¿qué dirías si alguien fuera tan perverso como para desahogar su ira sobre mi cuerpo, y atravesara con un nuevo puñal el afligido corazón de mi pobre Madre? ¿Qué dirías si fueras testigo de tal espectáculo? ¿Y serías tan bárbara como para repetir lo que fue la causa de todas sus doloras, ofendiéndome?
IV. Y después de esto, ¿podrías gloriarte de seguir siendo hija de María? No: no esperes que ella te reconozca como hija si no temes el pecado más que a la muerte.
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