Dignidad de María
I. Grande fue la santidad, grandes las virtudes de María, pero ¿quién podrá ponderar dignamente toda su nobleza y gloria? Aquí tienes, hija mía, un nuevo título para tu amor y una gran razón de consolación. No se trata de la sangre real que corre por sus venas, ni de su ilustre origen; sino únicamente de su sublime dignidad como Madre de Dios. ¡Ah, hija mía, ¿qué criatura puede compararse con María? Aún no había nacido, y ya los primeros padres de la humanidad suspiraban por ella; por ella que un día aplastaría la cabeza de la serpiente; ya los patriarcas la esperaban, como Madre de aquel en quien debía ser bendecida toda su posteridad. La zarza de Moisés, el velo de Gedeón, el Arca de la Alianza, el templo de Jerusalén, eran símbolos que significaban sus sublimes prerrogativas; los profetas la anunciaban bajo el emblema ora de la mujer fuerte, ora de una montaña, elevándose sobre todas las demás, ora de un jardín cerrado y de una fuente sellada, ora de la raíz de Jesé, ora de la virgen Madre de Emanuel; en fin, ella era figurada por la hermosa Raquel, la intrépida Judith, la gloriosa Esther y las mujeres más célebres del Antiguo Testamento. Y todo esto únicamente porque ella debía ser mi Madre. ¿Ha habido alguna vez mujer alguna celebrada con tal exaltación?
II. Pero para comprender la grandeza de María, es necesario medirla por la grandeza del Hijo que dio a luz. Es mi Madre; de mí, que soy verdadero Dios; es Madre de un Hijo que tiene por Padre al propio Dios; es por lo tanto Madre de Dios. Por un favor insigne, que nunca se ha concedido a ninguna criatura ni se concederá jamás, llevó a Dios en su seno durante nueve meses, alimentó a Dios con su leche durante muchos años, veló por la subsistencia de Dios, quien le obedeció y la trató con la más dulce familiaridad, la abrazó al corazón y le imprimió los más tiernos besos. Ella está mucho más elevada que los ángeles, tanto como el nombre que recibió es más excelente que el de ellos; porque, ¿cuál es el ángel al que Dios alguna vez le dijo: Tú eres mi Madre? - ¡Oh! Si vieras a estos espíritus sublimes velar su rostro ante mi augusta Majestad y adorarlo con santo temor, ¿qué alta idea concebirías de María, mi Madre! ¿Qué amor y qué profundo respeto sentirías hacia ella!
III. El título de Madre de Dios eleva a María a tal altura que el pensamiento humano no puede alcanzarla; después de Dios no puede haber nada mayor que María. El Eterno, cuando la formó, agotó, por decirlo así, toda su omnipotencia; podría haber creado un mundo más vasto, un cielo más brillante, una tierra adornada con flores más fragantes y hermosas; pero le sería imposible formar una madre más elevada en dignidad, más excelsa que la mía. Esta dignidad es como infinita, porque aquel a quien dio el ser es de una grandeza infinita: así, si no hay nada por encima de Dios, tampoco puede haber criatura mayor que María. Pero ¿cómo podrás comprender la grandeza de María, si solo a Dios le es dado comprenderla? La propia Virgen no puede comprender toda la extensión de su grandeza; por eso, a la vista de las grandes gracias con que Dios la había favorecido, se contentó con decir que todas las generaciones la llamarían bienaventurada; que el Todo Poderoso había obrado grandes maravillas en ella, y que por eso su brazo había manifestado su poder. ¡Oh, hija mía, cuán feliz eres por tener tal Madre! En verdad, deberías conservarte en silencio y en santo temor ante ella, sin siquiera atreverte a levantar los ojos al esplendor de su dignidad. Pero ella es tu Madre; y por eso no solo no reprueba que la ames con ternura y confianza de hija, sino que lo desea y te lo pide. ¡Ve la inefable bondad de María! ¡Ve tu feliz destino!
FRUTO
Reconócete indigna de ser hija de María. Y por ello, sin dejar de considerarla y amarla tiernamente como tu Madre, ofrécele a ella en calidad de esclava. Lleva colgando del cuello alguna imagen suya, o algún escapulario, cordón o rosario, como señal honorífica y recuerdo de que eres su hija. Agradece a Dios por haberla escogido como su Madre en lugar de cualquier otra criatura, y por eso, júbila con ella, especialmente cuando reces las Ave Marías al toque de las Trindades. San Leonardo de Porto Mauricio nunca dejaba de rendir a María este homenaje de amor filial cada vez que escuchaba dar las horas. - Rezará hoy nueve Ave Marías, para alegrarte con ella por su divina maternidad, y besarás tres veces el suelo, para testimoniar tu humilde servidumbre.
AFECTOS
¡Oh santa Madre de Dios! ¡Virgen sublime! ¡Virgen incomparable! No sé cómo testimoniar mi reconocimiento por el insigne favor que me hiciste al querer ser mi Madre y considerarme tu hija. Me quedo muda y confusa al comparar mi bajeza e indignidad con tu bondad y grandeza; pero que hable mi corazón por mí, pues no sé cómo expresar los afectos que se encienden en mi alma. Al menos, ya que me lo permites, te llamaré con el dulce nombre de Madre; te invocaré como mi Madre, y como Madre te amaré siempre, con ternura y confianza sin límites. Pero, ni por eso dejaré nunca de confesarme tu inútil e indignísima esclava: ¡Oh, mi Madre y mi señora! No permitas que me vuelva indigna de ti por alguna acción que me deshonre ante Dios.
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