terça-feira, 13 de agosto de 2024

Jesús hablando al corazón de las hijas de María - 8º Capítulo

 

Dolores que María sufrió por nosotros

    I. Aun cuando los beneficios que has recibido de María no le hubieran costado nada, tales y tantos son, hija mía, que deberían llenarte de reconocimiento y amor hacia tan generosa benefactora. Pero, ¿sabes cuánto le costaron estos beneficios? Nada menos que una vida llena de trabajos y dolores. Bien sabes que no podrías ser salva sino por mi pasión, y por lo tanto eres tú la causa de todo lo que mi Madre amorosísima padeció. ¡Qué tan largo y cruel no fue su martirio! No ignoraba lo que los profetas habían escrito sobre mí: que un día sería entregado a las manos de los príncipes y sacerdotes, que sería abofeteado, escarnecido, flagelado, crucificado. Y todo esto lo comprendió mucho mejor cuando el anciano Simeón le profetizó la espada de dolor que le atravesaría el alma. Dime, hija mía, ¿qué sufrimiento, qué angustia continua para el corazón de mi afligida Madre, pensar que un día debería perderme en medio de los tormentos más crueles! Todo lo que en mí veía, todo lo que hacía por mí, anticipadamente le renovaba el dolor de mi pasión y muerte. Cuando con su leche me alimentaba, pensaba en la hiel y mirra con que un día iba a ser atormentado; cuando en niño me envolvía, pronto le venían a la mente las cuerdas con las que iba a ser atado; cuando contemplaba mi rostro, le parecía ver la saliva, las bofetadas y la sangre brotando de las heridas que las espinas iban a abrir; cuando me tomaba en sus brazos, pronto los clavos que debían rasgarme la carne, la cruz en la que debía ser levantado, la llenaban de terror. ¡Oh! Con mucho mayor razón que el rey profeta, mi amargada Madre podría decir que su vida se consumía en el sufrimiento y sus años en gemidos. ¡Y todo esto, hija mía, por tu amor!

        II. Y luego, ¿cómo valorar todo lo que mi Madre sufrió durante mi pasión! Desde nuestra última separación, cuando de ella me despedí para ir a enfrentar la muerte, hasta mi resurrección, el corazón de María fue como un mar de tristezas y crueles angustias. Piensa cuál no fue su dolor, cuando la sobrecogió la tristísima noticia de que había sido preso, atado, arrastrado ignominiosamente por las calles de Jerusalén, interrogado en los tribunales, condenado a muerte; luego horriblemente flagelado, puesto en paralelo con un homicida, coronado de espinas, escarnecido, insultado, ultrajado por la plebe, y finalmente condenado al suplicio de la cruz! ¡Qué espectáculo para mi afligida Madre, cuando me vio, curvado bajo el peso de la cruz y goteando sangre, caminar hacia el Calvario! Sin embargo, el amor le dio fuerzas para acompañarme hasta la montaña de los dolores; allí tuvo que escuchar los martillazos con los que me clavaban los pies y las manos, me vio agonizante sobre el árbol de la cruz, maldecido por los hombres y como desamparado de mi divino Padre. Y María inconsolable no podía obtener el menor alivio y estaba condenada a verme expirar de dolor delante de sus ojos. ¡Oh, hija mía, si tantos sufrimientos recibidos por amor de ti no hacen ninguna impresión en tu corazón, ¿qué podrá entonces conmoverlo?

        III. No, hija mía, nunca podrás, ya no digo reconocer dignamente, sino siquiera comprender el amor que María te mostró en el Calvario porque nunca te será posible comprender toda la intensidad de su amor por mí, ni apreciar por consecuencia toda la extensión del dolor que mi muerte le causó. Imagina los más horribles tormentos que sea posible sufrir en este mundo, reúne en uno todos los tormentos de los mártires, nunca, aún así, llegarás a calcular el dolor de María, porque los mártires encontraban alivio en el mismo amor que los inflamaba, y en la certeza de que iban a poseerme pronto en el cielo; pero mi angustiada Madre, ¿qué alivio podría encontrar para sus males? Su dolor era tanto más profundo, cuanto más ternamente me amaba, porque, al perderme, perdía a su hijo, su Dios, su amor, su todo. ¡Ah, hija mía, ¿quieres saber qué solo podía consolarla en esta pérdida insoportable? Únicamente la esperanza de encontrar en ti y en los cristianos unos hijos reconocidos a todos los padecimientos que por ti sufrió. ¿Y serás tan ingrata que le niegues la consolación que te pide?

FRUTO

    Compadécete de los dolores de María y agradece tantas angustias que sufrió por ti; medita a menudo sus dolores y cuídate de renovarlos con tus infidelidades. El Beato Joaquín Piccolomini, de la Orden de los Siervos de María, desde su más tierna juventud visitaba tres veces al día una imagen de la Señora de los Dolores, se levantaba de noche para meditar sus sufrimientos, y los sábados se abstinía de todo alimento por amor a ella. Pero la Virgen lo recompensó muy liberalmente durante su vida y en el momento de su muerte. - Reza hoy siete Padres Nuestros, siete Ave Marías y siete Glorias, en conmemoración de los dolores de María Santísima.

AFECTOS

    ¿Cómo no compadecernos de vuestros dolores, oh Madre afligida! ¿Cómo podríamos dejar de amarte, habiendo sufrido tanto por nosotros? Y sin embargo, ¿cuál ha sido mi proceder? ¡Desdichada de mí! En vez de mostrarte mi reconocimiento amándote con amor, lo que hasta aquí he hecho ha sido agravar con mis infidelidades la causa de tu dolor. ¡Ah! Virgen misericordiosísima, perdona mi pasada ingratitud, y graba tan profundamente en mi corazón la memoria de tus amarguras, que nunca deje de amarte y de pensar en ti. Ayúdame, socórreme, para que de aquí en adelante no aflija más tu corazón, ofendiendo a mi Dios; y haz que hasta la muerte lleve con paciencia las cruces que Él se digne enviarme en satisfacción de mis pecados. Así sea.

ORACIÓN JACULATORIA

    "¡Oh Madre! ¡Oh abismo de amor! Obténme la gracia de sentir vivamente la amargura de tus dolores, para que mezcle con los tuyos mis lágrimas."

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