María asiste a sus hijas en la hora de la muerte
I. El don de la perseverancia, que bien debes esperar de la intercesión de María, tu Madre, si la amas constantemente y se lo pides, ese don apreciable no estaría completo si tu vida, por muy meritoria y santa que se suponga, no fuera coronada con una muerte santa. ¿De qué te serviría haber perseverado hasta entonces si vinieras a perderte y caer exactamente en el momento en que fueras a recibir la corona? ¿De qué serviría haber tenido a María favorable durante toda tu vida si ella te abandonara en el momento decisivo de tu eterna salvación? Pero, ¿acaso puedes temer que tu dulce Madre te abandone en ese momento terrible en que estarás reducida al último extremo de miseria y angustia, tanto por el exceso de males que te oprimirán, como por el horror que inspira la disolución de la naturaleza y el temor de los juicios de Dios; en ese momento en que el demonio vendrá con gran cólera y furia, sabiendo que le queda muy poco tiempo para tentarte? No, hija mía, María no abandona a sus hijos en tal extremo. Si no te abandona durante toda tu vida, ciertamente mucho menos te abandonará en el instante de la muerte; por el contrario, cuanto mayor sea entonces el peligro, mayor, mucho mayor y más poderoso será el socorro de tu Madre dulcísima. ¡Oh! Si bien te convencieras de esta verdad, ¿cuánto no harías para desde ahora en adelante honrar a María?
II. El verdadero amigo se conoce en la aflicción. Si vieras a tu padre o a tu madre en riesgo de perder la vida, ¿podrías negarles tu ayuda? ¿Qué no harías para liberarlos? Y María, tan buena Madre, que más te ama de lo que podrían amarte todos los parientes y amigos del mundo, ¿te abandonará en la hora final, cuando estés en peligro de perderte eternamente, si no viene en tu ayuda? ¿Será solo entonces que se olvidará de las humildes y tiernas oraciones que le has dirigido durante toda tu vida? ¿Será solo entonces que rechazará y despreciará los homenajes llenos de afecto que le has tributado asiduamente? ¡Es imposible! Y cuando debieras esperar de ella la mayor, la suprema prueba de su ternura, ¿no hará caso de ti, tendrá la dureza de dejarte luchar sola y desalentada con las angustias de la muerte y los asaltos infernales? ¡Es imposible! —¡Ah! Hija mía, ¿cómo suponer en María, la más tierna de las madres, tal dureza? Tal vez entonces te abandonen las personas que más amas; pero no así María: desde el cielo enviará en tu auxilio al príncipe de los ángeles con sus legiones invencibles; ella misma vendrá a consolarte y asistirte con su gracia. ¡Oh! ¡Feliz muerte, cuando se muere en los brazos de la Reina del cielo!
III. Si los demonios se lanzan sobre ti para perderte, solo con el nombre de María huirán despavoridos. Si el recuerdo de tus culpas pasadas perturba tu alma, María te animará a esperar en su poderosa intercesión y en los infinitos méritos de mi muerte y pasión. Si el rigor de mis juicios y la incertidumbre de tu destino futuro te hacen temer la muerte, tu Madre fortalecerá tu esperanza, recordándote el amor que por ella sentiste y el honor que le rendiste durante tu vida; y, reprendiendo de algún modo tu pusilanimidad y temor a la muerte, te dirá con una dulzura inefable: “¡Oh, mi querida hija, cómo así! ¡Tú me sirves desde hace tantos años, y aún temes a la muerte?” No, hija mía, en la hora de la muerte no tendrás ni sobresaltos ni temores; sino que será grande tu alegría y tu contento: tu muerte será la muerte de los santos, un dulce tránsito de esta tierra de dolores a la eterna felicidad. Si no mereces que la Virgen se te aparezca visiblemente, como a tantos otros de sus siervos, y que en la hora de la muerte venga a alegrarte con su dulcísima presencia, no dejará de asistirte invisiblemente y confortarte en tus últimos momentos, hasta el último suspiro. Y después de haber escapado con su socorro de todos los peligros y triunfado de todos tus enemigos, pronunciando los dulces nombres de Jesús y María, entregarás suavemente el alma en los brazos de tu Madre, la cual, poseída de alegría, te conducirá al paraíso. He aquí, hija mía, cómo será un día tu muerte, si amas a María. ¡Ah! ¿Por qué tardas, por qué dudas un solo momento? ¿Por qué no le consagras ahora y siempre el amor más tierno?
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