Pureza y Santidad de María
I. Ya te lo he dicho, hija mía: si quieres hacer algo que sea agradable a mi corazón, ama a la Virgen Inmaculada, mi Madre y la tuya. ¿Pero la conoces como deberías, a esta Madre cuyo amor te exhorto a cultivar? ¡Ah! Si supieras cuán amable es, si pudieras comprender toda la sublimidad de sus incomparables perfecciones, toda la ternura, toda la intensidad del amor que te tiene, ¡cuán feliz te sentirías de ser su hija, cuán dulce te sería amarla! ¿Quién no ama la inocencia, la pureza, la bondad, la santidad de las costumbres? Tu corazón se inflama con la simple narración de la pureza de San Luis Gonzaga, de su amor a Dios, de las gracias singulares con las que fue favorecido. ¡Cómo te sentirías feliz si hubieras hablado con él, si lo hubieras visto y escuchado, si hubieras tenido parte en su amistad! ¿Y no exultarás de alegría al tener por Madre a la más santa y pura de todas las criaturas? ¿Quién más santo que María? Así como los astros palidecen y pierden su brillo ante el sol, de la misma manera la pureza de María eclipsa y supera a la de cualquier otra criatura: la de los patriarcas, la de los profetas, la de los apóstoles, la de los mártires, la de los ángeles, la de los querubines, la de los mismos serafines.
II. Todos los Santos sintieron, en mayor o menor medida, las funestas consecuencias del pecado original; todos ellos heredaron los efectos de la desobediencia de Adán. Si María fue exenta de tales consecuencias y de tan triste herencia, nunca jamás cometió la más leve falta que pudiera, aunque fuera mínimamente, manchar el brillo de su alma inmaculada. Ella, siendo mi morada, debía ser santa, y su pureza debía brillar de manera incomparable y nunca vista, ni antes ni después. Era necesario que yo preparara esta morada, que de modo admirable la santificara preservando a la Virgen de la mancha del pecado original desde el primer instante de su concepción, confirmándola de tal manera en santidad, que ni entonces ni nunca pudiera contraer la menor mancha, la menor imperfección; sino que, por el contrario, fuera enteramente y en todo punto purísima. ¡Mira cuán amable debía ser esta Madre, que también es tu Madre!
III. Considera ahora esa plenitud de gracia, esa abundancia de méritos y virtudes que acompañaron a tan incomparable pureza. Estando María destinada a ser mi Madre, era necesario que una infinita cantidad de gracias la elevara a esta sublime dignidad. En ella se reunieron todas las virtudes que, en parte, se encuentran diseminadas entre otras criaturas; de manera que, desde la aurora de su vida, la bienaventurada Virgen brilló con un esplendor incomparable y tal, que superó la santidad más consumada. Sus cimientos, dice el Profeta, superan a las montañas santas. Y, como ni un solo momento dejó de corresponder a la plenitud de gracias que había en ella; y como procuraba a cada momento aumentarla. ¿Quién podrá, hija mía, describirte los inmensos progresos que hizo en santidad, la altura a la que subió, los méritos indescifrables e innumerables que acumuló? Muchas almas santas, muy agradables a Dios, han reunido inmensos tesoros de virtudes y méritos, pero mi Madre las superó a todas infinitamente. Los espíritus celestes, arrebatados de admiración, exclamaban en sus éxtasis: - ¿Quién es esta que se eleva como la aurora, bella como la luna, brillante como el sol, terrible como un ejército formado en batalla? En una palabra, tal y tan grande santidad alcanzó la Virgen María, a tal perfección, que fue digna, tanto como una criatura puede serlo, de llegar a ser mi Madre; arrebatado por el esplendor de sus virtudes, quise fijar en ella mi morada y encarnarme en su casta matriz. Mira, hija mía, qué Madre es la tuya; mira cuán digna es de tu amor; cuán merecedora es de que en ella busques todas tus delicias.
FRUTO
Alégrate por tener una Madre tan pura y santa. Regocíjate con ella por las singulares prerrogativas con las que Dios la ha enriquecido. Pídele, por su Inmaculada Concepción, que te libre de todo pecado. Como buena hija, muéstrate siempre celosa del honor de tu Madre; defiende enérgicamente sus augustas prerrogativas. San Alfonso de Ligorio no podía contener las lágrimas cuando veía atacada la honra de María; decía que, si fuera necesario, daría su sangre y su vida para defenderla. – Reza hoy nueve veces el Gloria Patri, en honor de la Santísima Trinidad, para agradecerle por haber preservado a María Santísima del pecado original.
AFECTO
Oh Virgen Inmaculada, la más bella de todas las hijas de Sion. María, ¡mi buena Madre! ¡Cuánto me alegra pensar en tu inviolable pureza! ¡Oh! ¡Cuán feliz me considero al ser tu hija! Cuanto más te contemplo, más me encantas con la incomparable belleza de tu alma y no me canso de repetirte con el Esposo del Cantar de los Cantares: ¡Cuán hermosa eres, oh María, cuán hermosa eres! Eres enteramente bella, y en ti no hay mancha alguna. ¡Feliz Virgen! Que no fuiste manchada por el pecado, que siempre estuviste llena de gracia, rica en santidad, desde el primer instante de tu vida hasta aquel en que entregaste tu hermosa alma al Creador. ¡Oh gloria de la celestial Jerusalén, alegría de Israel! ¡Honra del pueblo fiel por ti restituido a la vida inmortal! ¡Sé bendita entre todas las mujeres! Madre dulcísima, ten piedad de esta tu hija, condenada a luchar a cada hora contra sus perversas inclinaciones; vierte sobre mí una gota de las celestiales gracias, cuya abundancia el cielo derramó sobre ti; obtén para mí principalmente una gran pureza de alma y cuerpo; no permitas que en ningún momento ofenda a mi Dios; sino que, por tu intercesión, me santifique. Tú puedes lograrlo y de ti lo espero. Así sea.
ORACIÓN JACULATORIA
"Oh María, concebida sin pecado, ruega por nosotros, que recurrimos a ti."
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